domingo, 6 de marzo de 2011

MUJERES REVOLUCIONARIAS

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Tenía 9 años y no sabía leer ni escribir. No había pisado la escuela, y ya trabajaba para llevar un jornal a casa. Se rebeló contra su analfabetismo: una vecina le leía sus tebeos; Maravillas los memorizaba siguiendo las líneas con el dedo, y en la soledad de su alcoba, trataba de descifrar los 'símbolos'.
Fue la primera pelea de Maravillas contra la injusticia, y la ganó. El primer gesto infantil de una luchadora por la dignidad de la mujer trabajadora que terminaría sacando a la luz las vergüenzas de los almacenes de frutas y hortalizas de la Región en 1996. El 15 de noviembre de ese año, Maravillas Bernal, su compañera Rosario Oliver y otras cuatro trabajadoras fijas discontinuas del manipulado de frutas y hortalizas convocaron una rueda de prensa para denunciar las condiciones tercermundistas que padecían en muchos almacenes. Una de ellas, Rosario, ocultó su rostro con un pañuelo, unas gafas de sol y el babi que utilizaba en el trabajo para evitar que la denuncia 'salpicara' a su familia. El golpe de efecto, no buscado por las mujeres, fue brutal. La imagen de la trabajadora 'encapuchada' se alzó a la portada de los periódicos nacionales, y todos los medios se hicieron eco de las demandas de las trabajadoras, que denunciaron, entre otras muchas irregularidades, el consumo de calmantes al que se veían obligadas para aguantar las jornadas laborales de hasta 18 horas que realizaban en plena campaña. «En realidad, tanto lo de la capucha como lo de los calmantes fueron anécdotas. Es cierto que muchas tomábamos Nolotil para resistir las jornadas en pie, pero lo que realmente queríamos denunciar eran los incumplimientos sistemáticos del convenio del sector y la gran discriminación que padecíamos las mujeres frente a los hombres».
Las condiciones era terribles. Rosario no ha podido olvidar la semana en que completó 107 horas de trabajo en cinco días. Aquella 'paliza' no fue una excepción. «Echábamos jornadas de catorce, dieciséis y hasta dieciocho horas en unas condiciones penosas. Era exactamente igual que en 'Tiempos modernos', la película de Chaplin; como si fuéramos máquinas y no personas», recuerda Maravillas, que después de haber trabajado 57 años de su vida, sólo tiene siete cotizados.
La lista de agravios que se veían obligadas a soportar muchas de las 80.000 trabajadoras que en la década de los noventa trabajaban en el manipulado de frutas y hortalizas en algunos almacenes de la Vega Media y el Valle de Ricote es tan larga como vergonzante: decenas de empresarios sólo cotizaban la mitad de las horas trabajadas; se las pagaban a menos dinero de lo establecido en el convenio; cobraban menos que los pocos hombres empleados en el sector; si la máquina se rompía y no podían trabajar, les descontaban esas horas del jornal...
Hasta que Maravillas dijo basta. «Fui al sindicato para protestar porque el empresario quería que me hiciera la cartilla agrícola en lugar de darme él de alta, y allí me enteré de que nos estaban pagando 330 pesetas por hora, cuando en realidad nos correspondían 445. Subí tan contenta a comentárselo al encargado y la respuesta fue la que tantas veces hemos oído: 'Ahí tienes la puerta. Esto es lo que hay, tengo a cuarenta como tú esperando para trabajar'».
La advertencia no logró amordazar la lucha de Maravillas. Habló con sus compañeras, regresó al sindicato y prendió la chispa de una pequeña revolución que marcó un antes y un después en el sector del manipulado de las frutas y hortalizas, que con la connivencia de buena parte de la sociedad murciana, mantenía en plena década de los noventa formas de trabajo, métodos y argumentos propios de otro siglo. No en todas las empresas, de hecho la mayoría cumplían con la ley, pero sí en las suficientes como para que miles de mujeres se sintieran explotadas. La dinamita de Maravillas convenció al encargado, que le propuso un pacto: 'A ti te pagaré 445 pesetas la hora, pero a las demás no'. No aceptó, y pasó las dos semanas de contrato que le quedaban vigilada por los cuatro costados. El último día le dieron el sobre con su salario; reclamó de nuevo el precio por hora marcado en el convenio, ajustaron las cuentas, y se llevó su dinero. Antes de marchar a casa, mostró a sus compañeras los billetes que había cobrado, a 445 pesetas la hora. Pero no podía dormir. De un lado pesaba la preocupación por el futuro de sus hijas -«que valían para estudiar»- pendiente de un hilo con su marido trabajando en una fábrica en suspensión de pagos. Del otro, el resquemor por permitir que todos los días, miles de mujeres se levantaran al alba para echar doce horas en un almacén sin cotizar ni la mitad. «No podía callarme, me quemaba por dentro. Fui al sindicato y les dije que no tenían vergüenza si no hacían nada. Me contestaron que tratara de buscar a otras compañeras que estuvieran igual; enseguida me acordé de mi amiga Rosario». Las dos ciezanas habían compartido lucha obrera en los últimos años de dictadura, y Maravillas sabía que con ella se podía contar. Convencieron a una de las hermanas de Rosario (que hoy prefiere no recordar aquel episodio) y UGT convocó la rueda de prensa en el salón del sindicato en Cieza.
«Jamás pensamos que tendría tanta repercusión; se montó un follón tremendo, y nosotras pagamos nuestra denuncia... vaya que si la pagamos», recapitula Rosario, quien, como Maravillas, volvería a hacerlo una y mil veces. Vacilan al valorar si mereció la pena, pero la realidad es que después de aquella rebelión local, los almacenes que no cumplían la ley empezaron a tomarse en serio los convenios. La Administración, presionada por la opinión pública y los sindicatos, intensificó las inspecciones, y en poco más de un año, las condiciones empezaron a ser aceptables para casi todas las fijas discontinuas. «Se puso en valor un trabajo que siempre había estado poco reconocido; era un reducto para las mujeres en el que parecía que todo abuso valía. Ahora no es un camino de rosas, pero las jornadas son de ocho horas y todas se cotizan. Se pagan las bajas, el paro, se respeta la antigüedad... está más dignificado», resume Encarna del Baño, secretaria de Acción Sindical de UGT, quien reivindica el papel que jugaron los sindicalistas Francisco Peñalver, Víctor Meseguer (de UGT) y Ángel Soler (CC OO) en aquella 'guerra'.
A dos días de la celebración del Día Internacional de la Mujer Trabajadora, Maravillas y Rosario no están tan seguras de que la explotación haya cesado. «Lo que ocurre es que las víctimas son otras: las mujeres inmigrantes que no tienen ni los medios ni la capacidad para protestar. Al final siempre hay alguien que sufre para que otro se haga rico».

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